La parábola del monopolio del Rum
Como todas las parábolas o cuentos con pretensión pedagógica, éste también empieza diciendo…
Había una vez una vez una
República Democrática de Equislandia (en adelante RDX), que como todas las RDX populares tenía un presidente elegido en las urnas –lo cual no quiere decir nada más que eso, en las urnas, lo que otorgaba automáticamente a RDX ser catalogada como República Democrática (RD), en el concierto de la
Sociedad de Naciones Desafinadas (SND)
El presidente de tal RD –al que llamaremos Presi- era un idealista empedernido, que amaba la perfección para él y para los demás –sobre todo para los demás, la ciudadanía-. Además disfrutaba del don de la facilidad de palabra. Hablaba calmoso, usando lindas metáforas. No obstante, quiero decir, a título particular, que siempre me han dado miedo los perfeccionistas en general, pero especialmente los, llamémosles, perfeccionistas sociales –otros, con palabras más técnicas les llaman “ingenieros sociales”. Por eso estoy de acuerdo con el
proverbio sueco que dice, “
Es una felicidad para nosotros que no haya nada perfecto sobre toda la tierra”. Los economistas hace tiempo que caímos en la cuenta de que el perfeccionismo obstaculiza el progreso y además no es rentable. Vamos, que ya
Horacio (65 a.C.), que era un perfeccionista de la poesía, dijo: “
Ninguna cosa hay del todo cumplida”. Sentido de la evolución que tenía el romano.
Pero volvamos al cuento. O sea, que dicho país, de la mano de un presidente que anhelaba una ciudadanía perfecta, contaba con abundantes preceptos dictados por la suprema autoridad -o sea, el presidente perfeccionista- por los que se mandaba o prohibía alguna cosa en consonancia con el bien de los gobernados, -según el buen entender de la suprema autoridad. Sobre esto aprovecho la ocasión para meter otra cuña. La verdad es que nuestro Presi y su favorito –con el título de Secretario de Estado- dominaban la cantidad pero no la calidad de la coherencia de la ciencia de la legislación, en el supuesto de que exista tal ciencia, aunque debiera.
Joaquín F. Pacheco, el astigitano que fue ministro de
Isabel II lo negaba; solía decir, “
entre tantas contradicciones tan evidentes, es imposible que sea una ciencia la legislación”. En esto
Pacheco coincidía con
Tácito cuando decía que mientras más corrupto es un estado, más numerosas son sus leyes. Es la voz de la experiencia.
En el fondo profundo, había que reconocer que el presidente era un hombre de buena fe, que creía ciegamente que lo que ordenaba y hacía era lo perfecto. Quizá le faltaba ese toque de la docta ignorancia, que se suele manifestar, con escasez, entre personas reflexivas, sensibles, a las que de vez en cuando les asalta la duda razonable de que lo que hacen o dicen podría ser de otra manera o no acertado. Como es sabido, la duda razonable es la clave que acciona el “
feedback”. O sea, la reconducción hacia el futuro. Si ya lo decía el dicho popular: “
lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Dejemos la filosofía y continuemos con el cuento. Podríamos decir que Equislandia tenía una economía razonablemente equilibrada, autocrática, gracias a una serie de monopolios catalogados como “sector público”. Amén de un sistema impositivo riguroso. O sea, un sistema de circuito cerrado -con esta mano te doy, con esta otra te lo quito-, salvo lo que se desviaba para el sector público que, naturalmente era fuerte y poderoso; lo que permitía mantener el llamado “estado del bienestar”, del que todos se sentían muy orgullosos. O sea, era un
sistema de organización social “arriba-abajo”.
Es justo señalar que, entre otras cosas, ese “estado del bienestar” permitía que todos los niños estuvieran escolarizados, según los principios del ciudadano ideal –pura ingeniería social-, contaban con transporte escolar, vacunación rigurosa, ADSL gratis para todos, y un ordenador por ciudadano. Conviene aclarar que el
Internet de Equislandia era un tanto especial. Había conseguido, que nadie pudiera bajarse a su ordenador ninguna cosa que no figurara en la
lista legal. O sea, nada de piratería,
topmanta y cosas así. Como era de esperar, el estado se encargaba de abonar los derechos correspondientes a los “creadores” legalizados, en el sentido del ideal ciudadano. Funcionaba con perfección perfecta –valga la redundancia-. No obstante hay que advertir que las multas para los que osaban desviarse del buen camino, resultaban insoportables. Resumiendo, desde la cuna a la tumba, la ciudadanía estaba “mimada” y “protegida” de las tentaciones de los delitos y la corrupción.
Hay que reconocer que Equislandia producía el mejor
Rum del mundo mundial. El estado disponía de considerables extensiones de plantaciones de caña de la mejor calidad. Además disponía de importantes ingenios para el tratamiento del proceso de destilación del prestigioso
Rum, “El Liberador”. Con ayuda de ingentes cantidades de dinero público, se había logrado desarrollar una tecnología punta. Todo esto, entre otras cosas, daba empleo a gran cantidad de personas. Se podría decir, según las estadísticas oficiales, que disfrutaban de pleno empleo, ya que sólo aparecía un
paro tecnológico del 4%. Ni que decir tiene, que el estado daba facilidades a la ciudadanía para que disfrutara de tan excelente
Rum, con un precio más bajo que el de exportación, disponibles en los
SuperMarkets sociales.
Pero como suele acontecer en la vida, a lo largo del tiempo, todo tiene su pro y su contra. Los inconvenientes no provinieron de la calidad, ni del volumen de producción, ni de la competencia del mercado exterior. Los problemas surgieron del sitio más inoportuno; de la
salud pública. Desde hacía algún tiempo se venía observando un incremento constante de personas que había que declarar como
alcohólicas. La cosa fue cada vez a más. Pero lo peor, no era la enfermedad del alcoholismo en sí misma, con su correspondiente reflejo en las cuentas de la
Secretaria de Sanidad, sino el estado de indolencia, los conflictos familiares, las broncas en tabernas y el desorden público. Era el efecto lógico, a medio plazo, de una ciudadanía que contaba con la facilidad de disfrutar de un
Rum de calidad, como el caso de
El Liberador.
Hasta ahora, y aun con la existencia de los problemas arriba descritos, la cosa se había sobrellevado, más mal que bien. Pero el ambiente indolente y la indisciplina, se dejó notar claramente entre el personal tanto del cultivo de la caña, como entre los técnicos expertos de los ingenios. Desde hacía algún tiempo se estaban acumulando devoluciones y protestas de los clientes de toda la vida.
Aunque a un presidente perfeccionista le tenía que molestar, naturalmente, que la ciudadanía abandonara de forma tan clamorosa el camino de la rectitud marcado en el ideario de la ciudadanía, era consciente de que, de seguir las cosas por el camino que iban, en poco tiempo el sistema económico-social, levantado con tantos desvelos y sacrificios revolucionarios, se desmoronaría como un azucarillo en el agua. De ahí el estado de irritación de aquella mañana durante el despacho con su
Secretario de Estado, del que hablaremos más adelante.
El
Secretario de Estado de RDX era un hombre reservado, aparentemente taciturno, no muy alto, enjuto, un poco cargado de espalda, de un pelo fino y largo –la moda era llevarlo casi rapado-, barba poco abundante, que le daban un aire como de
hippie. Vestía trajes obscuros de corte clásico. Su postura habitual, mientras hablaba, reflejaba una actitud muy servicial, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, mientras se frotaba las manos lentamente, como quien se las estaba lavando. Cuando salía en la TV-X, -lo que ocurría con frecuencia-, con ese aire un tanto siniestro, su pose arriba descrita, siempre frotándose las manos, su tono pausado –parecido al de su jefe, pero más ex cátedra-, la gente lo apodaba
el canónigo. En general imponía mucho respeto, por no decir miedo al poderoso.
Los poderosos no pueden evitar ser el centro de atención de toda clase de comidillas o
cuentos urbanos. Se decía que, en el fondo, al
Presi también le imponía un cierto miedo, o envidia, su Secretario de Estado. El caso es que
Secrestad, a pesar de su aire siniestro y su mote de canónigo, se llevaba de calle a todas las mujeres de buen ver. Las mejores de la RDX estaban en su corrillo. Entre esos cuentos urbanos circulaba uno muy curioso. El
Secrestad tenía un pene al que le faltaba tan sólo medio centímetro para alcanzar los 30 centímetros de longitud. Según cuentan, entre los amigotes que le reían las gracias,
Secrestad se ufanaba de tenerla más larga que el monje ruso
Rasputín, que sólo llegaba a los 28.5 cts., según se podía comprobar en el
museo erótico de San Petersburgo. Hacía burlas de
Napoleón, quien a pesar de su fama, su pene media sólo cuatro cts. –según es sabido, su propietario, el
urólogo John K. Lattimer, que pago 400.000 $ en
Christie’s, ha calculado que en estado erecto podía llegar a medir seis cts.
Pero dejemos estas curiosidades eróticas.
Secrestad era una persona muy ilustrada, especialmente en estratagemas y estrategias –especialmente en lo primero. En el fondo era un habilidoso
tactista, lo que complementaba, eficazmente, con el dominio de una endiablada
dialéctica erística –tener razón sin tenerla. Tenía argumentos para todo, y sobre todo para acallar la conciencia aparentemente rígida, pero en el fondo pusilánime, de su jefe, el
Presi. Se sabía de memoria
El Príncipe de Maquiavelo, aunque desconocía la verdadera personalidad de ilustre florentino. Conocía los libros
Canónicos Chinos, y por supuesto El arte de la guerra de
Confucio. También bastantes citas de
Cicerón, que de las muchas que se le adjudican sabía escoger la que convenía a cada caso.
Estamos en una sesión matinal de
despacho del Presi con su Secretario de Estado (en adelante Secrestad).
-Hay que resolver como sea esta situación –decía el Presi dirigiéndose a Secrestad, que permanecía distante y de pie, fretándose las manos y merándolo con atención.
-Sí señor Presidente.
-El caso es que no veo otra solución que anular el beneficio del que hasta ahora disfrutaba la ciudadanía de adquirir nuestro Rum a un precio subvencionado, -dijo el Presi.
-Sr. Presidente, permítame que le diga que, dada la situación sanitaria que padecemos de tantos alcohólicos, esa medida no arregla nada. Un alcohólico nunca deja de serlo. Por tanto, no le importaría pagarlo más caro con tal de poder seguir bebiéndolo.
-¿Entonces estás sugiriendo que decretemos una prohibición total de consumir nuestro Rum?
-También eso sería insuficiente, señor Presidente. Es necesario ser tajantes, rotundos, radicales. Hay que prohibir totalmente toda clase de bebidas alcohólicas.
-Pero hombre, Qué estás diciendo, qué precisamente en RDX, primer productor mundial de Rum, impongamos una “ley seca”, sabiendo del fracaso que tuvieron los americanos?
-Señor, permítame que le diga…-Si diga, diga-, interrumpió el Presi que empezó a ponerse nervioso.
-Verá señor Presidente, en primer lugar los americanos, como ya sabemos, son unos puritanos pusilánimes. Lo nuestro es muy grave. Es una cuestión de Estado, de sobrevivencia. Por tanto hay que prohibir totalmente el consumo de alcohol, implantar esa ley seca que a Su Señoría le repugna impropiamente, permítame que se lo diga.
El Presi se quedó pensativo, recostado en el respaldo de su imponente sillón, mirando hacia un suelo infinito. Después de transcurridos casi dos minutos de silencio, que a Secrestad se le hicieron larguísimos, el Presi dijo:
-¿Pero no te parece que esa idea tuya puede tener un efecto contraproducente, al obligarnos a cerrar nuestra red de distribución interior, con la consiguiente reducción de ingresos?
-¡No, no señor! Permítame que le contradiga. No hay que retroceder. Al contrario podemos aprovechar la ocasión para dar otra vuelta de tuerca.
-No entiendo. ¿Adónde quieres ir a parar? Caramba, no te andes con tantos circunloquios y ve al grano.
-Quiero decir que, nada de cerrar la red de distribución interior. ¿Pero por qué?
En este momento Secrestad se atrevió, en contra de lo habitual, a acercarse a la mesa del Presi, e incluso apoyó las dos manos en el borde de la mesa, acercando su cara a la el Presi, como dándole un aire de intimidad y secreto.
-Señor Presidente –dijo Secrestad con solemnidad, –es el momento de reorganizar y reforzar la red, especialmente en los lugares de recreo y diversión.
-¡Pero hombre de Dios! ¿Qué estás diciendo? –dijo el Presi, poniendo cara de asombro, al tiempo que se incorporaba del sillón y levantaba los brazos. –Eso significa caer en una flagrante contradicción –continuó.
-¡Pero señor, no sea Su Señoría tan melindroso, perdón, quiero decir tan estricto. No pasa nada, señor. Incluso para evitar movimientos indeseados de algunos levantiscos, podemos establecer unos premios para “chivatos”, quiero decir denunciantes colaboradores de la ley, a los que además daremos total protección. Señor, es la ley.
El presidente se quedó de pie, quieto, mirando fijamente a la cara de su Secretario de Estado. Después se pasó la mano derecha por su barbilla y se dejó caer sobre su imponente sillón. Así permaneció, en silencio, durante unos pocos pero largos minutos. ¿Qué cosas podrían pasar por la mente del Presi? No lo sabemos. Se me ocurre que se diría a sí mismo, -¡joder con el tío este!
Por su parte, el Secrestad, ante tal silencio, retrocedió a la posición de respeto de siempre, algo preocupado por saber cuál sería la reacción de su jefe. Inesperadamente, con un volumen de voz algo más alto que lo conveniente, le dijo a su subordinado,
-Bien Secrestad, déjame pensarlo hasta el despacho de mañana por la mañana, en el que te diré, definitivamente, lo que haremos. –Con esta actitud seca, distante, el Presi parecía querer recuperar la iniciativa y así dar a entender que era él que mandaba
Nota del autor. Los personajes y los hechos descritos son pura imaginación. Cualquier parecido con la realidad, la que sea y donde sea, es pura coincidencia.
Madrid, Noche de Reyes de 2011
Francisco Javier Manso Coronado
(Continuará)